Perdona que te moleste .-
–No puedo evitarlo. ¡Es tan bonita!
Instantes después de esta conversación, Harry, una mosca embaucada por la hermosa luz negra que desprende una trampa para insectos, en una de las escenas de la película Bichos, una aventura en miniatura, termina su cameo electrocutado mientras su amigo revolotea a escasos centímetros del incidente, sin poder hacer nada por él.
De manera irremediable, nuestros instintos más arcaicos se imponen a cualquier razonamiento de nuestro cerebro, que pretende lograr la supervivencia de su portador. Esta disociación orgánica de nuestra materia gris con el resto del cuerpo es necesaria para vislumbrar en estos comportamientos, reflejos que hoy en día ignoramos que sabemos.
Me encanta hipotetizar sobre cómo serían los primeros asentamientos humanos de la historia. Paso largos periodos de tiempo retrocediendo con mi imaginación a los inicios homínidos de nuestros ancestros, atisbo sus descubrimientos desde la distancia y contemplo sus primeros pasos intentando dominar la siembra de vegetales o la doma de bestias.
Aunque mi mente unos días achaque el inicio de la medicina a un proceso exhaustivo de prueba y error de un Homo sapiens avispado, dando sus primeros pinitos en el método científico y descubriendo elixires y ungüentos; y otros días se carcajee representando una comedia en la que un primate, sin pelo y con jaqueca, muerde las hojas de un sauce llorón de aquellos, y el ácido acetilsalicílico de sus hojas le deja como nuevo, no dejo de imaginar todas esas escenas en la cercanía de una hoguera.
Ese elemento, ardiente y destructivo, lo conseguimos domesticar como especie, da origen a la palabra hogar, en sinonimia con la palabra casa. Todavía a día de hoy sentimos, presente en nuestra evolución, una respuesta instintiva cuando nos sentamos frente al fuego. Parece adquirir personalidad y recordarnos que, gracias a él, sobrevivimos. Nuestro trance frente al fuego es una proyección íntima que repasa la ventaja evolutiva que supuso controlar la combustión para derrotar a la oscuridad y con ella al resto de peligros.
Las llamas estimularon nuestros sentidos gracias a la luz que emiten y a su movimiento. Los colores cálidos del fuego nos evocan emociones agradables y relajantes, al igual que sucede con el crepitar de las ascuas. Junto al calor de una fogata se han desempeñado los diferentes rituales de las civilizaciones históricas y desde nuestros orígenes hemos asociado ese lugar con un núcleo donde se han desarrollado las conexiones culturales.
Purificadora o destructiva, el centro de nuestra historia ha estado acompañado de una lumbre. En los días de invierno, en las ciudades, todavía se consigue otear el rastro de chimeneas de leña, que resisten anecdóticas frente a los radiadores domésticos o a los suelos radiantes.
Nuestro cerebro ansía recuperar esas chispas que encendían sus recuerdos. Anhela calentar su memoria frente a leños candentes que escupían sol. Y en este contexto, aparecen los smartphones y nos hipnotizan como al pobre Harry, la mosca que en mitad de la noche siguió la luz. Igual de falsa es la luz de los dispositivos móviles.
Si alrededor de las hogueras sucedían diferentes procesos sociales por los cuales nos alimentábamos, bailábamos o nos protegíamos, la realidad frente a las pantallas es otra. De aquel reflejo dorado por el que desarrollamos fascinación y que nos remitía a un estado de relajación o trance, hemos obtenido pozales de luz azul que facilitan que nuestro insomnio flirtee con la histeria. Suceden millones de píxeles frente a nuestros ojos que nos dan una sensación espuria de sucesos, y nuestro cerebro se seca con ese cambio artificial que nunca se apaga. Alimentar las ascuas del fogón permitía al menos ser conscientes del paso del tiempo, algo imposible cuando te encuentras ante un contenido inagotable.
También es ficticia la sensación de socializar. La hermandad que se forjaba al calor de las luminarias domésticas establecía los cimientos de una sociedad bien formada y capaz de organizarse frente a las adversidades. Likes y me gustas constituyen un trasfondo putrefacto de intereses que nada tiene que ver con la solidaridad entre personas. El dispositivo móvil se aleja del concepto de territorialidad que simbolizaba el fuego. Allí donde se terminaba el camino, se establecía un campamento y se hacía una hoguera. Hoy la efímera sensación de pertenencia se reduce a muy pocas biografías en redes sociales.
El miedo a lo desconocido, lo que había más allá de los brazos de las llamas, hoy es un falso brillo en nuestras manos. Tenemos las retinas quemadas y echando humo de tanta iluminación; y, a nuestro alrededor, la oscuridad. Y ya sabemos, por Harry, qué pasa en la penumbra.
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