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La guerra del agua


Silueta humana caminando por un terreno desértico acercándose a un muro enorme


Nuestra región es una de las que mejor situación geográfica tiene respecto al resto de territorios del país. Desde siempre ha sido un corredor natural para los vientos húmedos que llegan desde el cantábrico los cuales arrastran grandes masas de nubes que se han cargado de agua en el océano Atlántico. La orografía montañosa hace que las lluvias se depositen sobre nuestros bosques verdes y gracias a la inclinación de la vertiente mediterránea todo ese agua escurre hacia el interior en forma de ríos o aguas subterráneas. No nos podemos quejar. Pero esto también hace que Navarra esté en el punto de mira de muchos países y sea un destino al que quieren acceder aquellos que emigran desde las zonas desérticas del sur del territorio ibérico y África. Debido a la evidente escasez hídrica, esta zona ahora es un oasis natural en comparación con la mayoría del territorio peninsular. Ya poco importan las fronteras autonómicas que conocíamos. Ninguna ley, ni ningún tratado ha establecido las fronteras amuralladas que protegen este fortín perimetrado. Esta zona se ha convertido en la puerta oeste de todo el corredor cantábrico donde todavía cae la suficiente agua como para no tener que pensar en abandonar nuestros hogares.

La península ibérica fue de los primeros territorios europeos en padecer la acusada escasez de agua. El cambio climático global había hecho que los veranos se caracterizasen, no solo por un aumento exponencial de las temperaturas, sino por una reconcentración de las lluvias en ciclos anuales muy concretos que hacían imposible el aprovechamiento y almacenamiento del agua debido al carácter torrencial de las precipitaciones. Ante la escasez hídrica alcanzada por estas razones, poco a poco se comenzó a limitar el consumo de agua. Primero fue en jardines y parques públicos, luego zonas de esparcimiento privadas, enseguida se cerraron piscinas y fuentes, y de un día para otro, se redujo el consumo en los grifos de los hogares y de ellos comenzó a salir barro.

La primera reacción de la gente fue almacenar agua. Sí que es verdad que esto fue útil en los primeros veranos. En esa época, antes de que se terminaran las reservas de agua, lo de siempre, volvía a llover. El pánico no cundía y el consumo responsable fomentado por el Gobierno, estiraba en el calendario estival las reservas hídricas que aseguraban el consumo vital de la población. Además, llegaban cargamentos de agua potable de zonas del norte de Europa en donde la escasez no había cobrado protagonismo. En cientos de zonas costeras se instalaron desalinizadoras y potabilizadoras de agua. Desde los Gobiernos, la urgencia de la escasez hídrica se estaba orientando hacia el abastecimiento de la población, en vez de hacia la reversión de la situación. Parecía que nadie quería pagar los platos rotos. Los problemas se escondían debajo de la alfombra durante el periodo de estiaje y en los meses en los que volvían las precipitaciones, de alguna manera, todo se tranquilizaba. La resiliencia humana se puso a prueba y toda la sociedad estaba satisfecha de poder soportar las altas temperaturas en los meses de verano, pese al elevado coste de víctimas humanas y animales relacionadas con el calor. 

Pero la realidad es que esta situación había puesto en alerta a muchos otros países. La crisis del aumento de las temperaturas se había cobrado ya miles de muertes en países en vías de desarrollo, aunque parecía que todo estaba orquestado para que nada hiciese sospechar que en la Tierra habíamos pasado el punto de no retorno. Se silenció a los principales medios de comunicación, se compraron informes científicos que normalizasen la situación que se estaba atravesando, alegando ser un periodo transitorio de alteración climática. Sin embargo, el caos fue a más.

La prohibición del riego en las ciudades hizo que con el tiempo la vegetación desapareciera. Los primeros síntomas fueron los jardines secos. Los parques lucían dorados como un campo de trigo o de cebada madura. Las hojas de los árboles marchitaban mucho antes del otoño. Era un síntoma indiscutible de que los árboles querían aprovechar la humedad de sus hojas para sobrevivir. Sin césped que cubriera las parcelas de tierra y sin árboles que aportasen sombra, la evaporación del terreno aumentó y aceleró el calentamiento atmosférico. No solo había dejado de llover, sino que el poco agua que se almacenaba en la tierra se estaba esfumando. Todo comenzó a oler a polvo.

Los esqueletos de los árboles comenzaban a descortezarse y no había fauna que se atreviera a cruzar los desiertos de cemento ardiente de las ciudades.  Los incendios eran cada vez más frecuentes y afectaban a inmensas cantidades de bosques. Esto hacía que el porcentaje de carbono emitido a la atmósfera fuese cada vez más alto y la desertificación de estas zonas de vegetación frondosa fue en aumento. Al haber más desierto, el terreno tenía menos capacidad para retener y fijar el agua. Las organizaciones y colectivos que intentaban paliar esta situación probaban numerosas fórmulas sin demasiados resultados. La sociedad intentó dar un giro y vivir de noche. Había proyectos interesantes a nivel particular que intentaban buscar alguna solución, pero la falta de agua fue tan acusada en aquellas zonas sin almacenaje de agua, que apenas dio tiempo a poner en marcha sus proyectos.

Se generó una crisis migratoria insostenible. Los migrantes de los países más afectados querían acceder a cualquier otro país donde había reservas de agua suficientes, pero se encontraron un bloqueo total en los accesos a estas zonas. No hablo de devoluciones en caliente o deportaciones, me refiero a un exterminio total. Tened en cuenta que una persona como máximo puede aguantar tres días sin beber agua. Las personas que decidían migrar tenían que planear sus rutas asegurándose una hidratación cada dos o tres días como mínimo. Muchos no conseguían ni llegar al destino, pero aquellas personas que sí que lo conseguían, cuando topaban con las fronteras amuralladas infranqueables tenían que aceptar su muerte, ya que al otro lado hacían oídos sordos a cualquiera que llamase a la puerta. Fue una masacre. En el exterior de algunos muros había desagües de lixiviados y junto a ellos se establecían campamentos que intentaban potabilizar de alguna manera esos líquidos que se utilizaban para transportar los desperdicios. Estas personas estaban expuestas a infecciones y fallecían intoxicadas. Se les llamaba coprófagos.

Todavía no se sabe quién lanzó la primera bomba, pero sin duda fue el detonante de toda la problemática hídrica que sufrimos actualmente. Recuerdo el verano de la primera explosión, y cómo se complicó todo. De alguna manera, las previsiones meteorológicas habían avanzado tanto que podían pronosticar con un elevado porcentaje de acierto el tiempo que iba hacer en los siguientes meses. Se había invertido mucho dinero en mejorar las predicciones del clima. Esto era indispensable sobre todo en los meses de verano, ya que otorgaban un pequeño margen para organizar de una mejor manera las reservas hídricas. El año que reventó el artefacto, se vaticinaba un estío con precipitaciones superiores a las que había habido en los años precedentes. Sin embargo, las temperaturas empezaron a ser insoportables a finales de mayo. Recuerdo perfectamente que las flores de los cerezos y de los ciruelos se chamuscaron. La población de la península ibérica fue la primera de Europa en reestructurarse en zonas donde las reservas de agua eran mayores y muchos pueblos del interior se abandonaron cuando las instituciones notificaron a sus habitantes que no iba a llegar agua potable por la red habitual de abastecimiento.

Todos los días de aquel verano mirábamos hacia el norte esperando ver las masas de nubes oceánicas que prometían las previsiones. Vendrían cargadas de agua y al pasar sobre las cimas elevadas que nos rodeaban dejarían litros y litros del líquido elemento sobre nuestra geografía. Así pasaron los días, y un mes, y otro mes, y comenzamos julio sin haber visto una sola nube. El cielo estaba azul en su totalidad y salvo alguna mañana más fresca en las que la inversión térmica del terreno cubría el fondo de los valles con una neblina que recordaba a tiempos mejores, los demás días, la exposición al sol fue máxima. Los pantanos de este lado de la frontera comenzaban a alcanzar un nivel preocupante y apenas se podía mantener el cauce mínimo de los ríos para asegurar la supervivencia de las especies animales. Entonces, comenzaron a llegar rumores. Como medida previsora de algún país u organización, se estaban realizando pruebas en el océano Atlántico que consistían en liberar unos componentes químicos a la atmósfera que aceleraban la precipitación del agua acumulada en las nubes. Los rumores pasaron a ser ciertos y a aquel experimento lo llamaron «La bomba de agua» porque cuando explotaba hacía que lloviese a mares. Lluvia geolocalizada. Había comenzado la guerra del agua.


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