Apoyé la frente en la ventanilla y suspiré. Las farolas amarillentas pasaban de largo deformándose en la superficie abombada del crista. Su mirada furiosa a través del retrovisor me reconfortaba por alguna razón. Robert conducía cabreado porque su hijo y yo nos habíamos escapado y habíamos ido al rodeo. Liam viajaba callado y cabizbajo. Su sueño era ser cowboy a pesar de que su padre se lo tenía prohibido, de modo que sintió una gran alegría cuando esa misma mañana, me presenté en su casa con un dorsal de de participación.
Solo costaba cincuenta minutos llegar a Highmore, así que nos montamos en el coche sin apenas provisiones. Una ventaja de vivir en Dakota del Sur es que desde los 14 años te permiten conducir. Sí que es cierto que no podía salir de Pierre hasta cumplir los 16, pero ayudar a mi mejor amigo a cumplir su sueño pasaba por asumir algunos riesgos. El trazado de la carretera dibujaba unas pocas líneas rectas, Liam metió una vieja cinta de Kenny Rogers en la radio y enseguida vimos las gradas blancas cubiertas con banderines de colores y una gran bandera de los Estados Unidos.
Con el dorsal en la mano, Liam se acercó a una mujer muy guapa que se protegía del sol con un gorro tejano. Comprobaba en una lista el nombre y número de los participantes que iban llegando para incluir sus datos en el sorteo del animal a doblegar.
—Aquí pone que tienes 18 años —le cuestionó la organizadora.
—Así es — contesto Liam agravando la voz para aparentar más edad.
—Lo siento mucho, señor Liam, esta documentación que adjunta aquí no es la suya —le rebatió.
—Yo no… —balbuceó el joven acorralado.
—Podrías enseñarme tu documentación y saldríamos de dudas —le interrumpió aquella detectora de mentiras.
En ese momento, Liam se giró y pataleó hasta el coche con el ceño fruncido.
—¡Eres tonto! ¿No ves que en tu carné sale nuestra edad? —me reprochó.
—Si tuvieses tu propio carné hubieras podido apuntarte tú —le reprendí.
Aquello me molestó mucho.
La tarde anterior había inscrito a a Liam por internet en la categoría popular del torneo. Se acababa el plazo en pocos minutos y supongo que con las prisas no me di cuenta. Fue sencillo. Solo tuve que seguir los pasos: edad: dieciocho años; escanear carné, adjuntarlo e imprimir dorsal.
Como estábamos discutiendo no nos dimos cuenta de que aquella organizadora se acercaba. Pensé que nos iba a decir algo por haber intentado engañarle. Preso del pánico, arranqué rápido y traté de escapar marcha atrás. El coche se dirigió a toda velocidad hacia la izquierda del camino y las ruedas se encajaron en la acequia. El coche patinaba en la hierba del arcén y la hermosa cowgirl daba zancadas hacia nosotros.
—¿Estáis bien? —preguntó la joven abriendo la puerta.
—Por favor, no llame a la policía. Nosotros…
—Tranquilos, nadie va a llamar a la policía —susurró mientras nos ayudaba a salir del coche—. La que sí deberíais hacer es llamar a vuestros padres.
Me aparté unos metros y llamé a mi madre: «Estoy bien mamá. Cenaré fuera». No podía hacerle venir hasta Highmore. Eran las cinco y media de la tarde y a esa hora mi madre solía llegar a casa. Le gustaba relajarse tranquila en el sofá, ver la tele y disfrutar de un vaso de vino. Presté el teléfono a Líam y llamó a su padre. No contestó.
Al ver nuestra desolación, la mujer del sombrero se presentó sonriendo: —»Me llamo Johanna. ¿Queréis acompañarme? Sé de un lugar desde donde podéis disfrutar del rodeo».
Liam y yo no nos podíamos creer. Nos sentamos en primera fila junto a los corrales. Desde allí veíamos a varios vaqueros guiar a las reses a través de las galerías que conducían al toril del ruedo. Después de escuchar el himno de la nación, unos fuertes golpes en las paredes que teníamos detrás agitaron a la grada que miraba expectante hacia la puerta de la plaza.
Allí, en un pequeño cubículo amarraron firmemente a un astado que bien podía pesar una tonelada. «Bodacious Jr.», anunciaron los altavoces bajo el asombro de los aficionados al Bull riding. El toro era descendiente directo de una de las leyendas más peligrosas del rodeo americano. El espectáculo estaba asegurado y la emoción hizo ponerse en pie a toda la grada y también a nosotros.
Estaba feliz de ver disfrutar a Liam, que se encaramó a los barrotes de la valla que teníamos delante para sentirse todavía más cerca del coso. El primer participante se sujetó a una cuerda que rodeaba al bovino inmovilizado, a la vez que se cambiaba el sombrero tejano por un casco blanco de fútbol americano.
Al vernos tan cerca, el vaquero le lanzó su gorro a Liam que, sin poder creérselo, me miró y vociferó: «Es el mejor día de mi vida».
Jinetes, dobladores, fotógrafos, todos estaban preparados. Desde una plataforma en la grada, el speaker, que no había callado en ningún momento, realizó una cuenta atrás. La puerta del angosto cajón se abrió y Bodacius Jr. saltó al ruedo con un mugido terrorífico. Sobre sus lomos se aferraba como podía el participante número 103 que, tras ocho largos segundos, salió lanzado hacia el air y quedó inmóvil al estrellarse contra el suelo.
El toro se adueñó del ruedo y arremetió contra todo lo que se le cruzaba por delante. Corneaba y pisoteaba al 103 sin entrar a los quites de los dobladores. De repente, un caballo blanco apareció por un lateral. Sobre él iba Johana que, lanzando una soga, atrapó por el cuello al animal y cedió el otro extremos a los vaqueros que aguardaban en los corrales.
La grada rugió. Los aplausos ensordecían las palabras del speaker que narraba la hazaña sin apenas oxígeno en los pulmones. Los pastores tiraban y tiraban y la bestia poco a poco perdía terreno hacia la jaula de hierro. Fue en ese momento cuando, guiado por su instinto y con las fuerzas algo recuperadas, Bodacius Jr. arrancó a la carrera y galopando saltó hacia la valla.
Desperté en la arena del ruedo sobre unos ropajes. Liam estaba a mi lado con algún rasguño en la cara.
—¿Estás bien? —dijo.
—Sí. ¿Qué ha pasado? —indagué.
—Liam, tu padre está aquí. Ha venido a recogeros —escuché decir a Johana en este momento—. ¡Ya has despertado! —gritó acercándose a abrazarme.
Conseguí ponerme en pie y sacudí mi ropa. Salimos y allí estaba Robert con cara de pocos amigos junto a mi coche. Nos abrió la puerta trasera y, en silencio Liam y yo entramos y nos sentamos formales. Arrancó y fuimos en dirección a Pierre con la radio apagada. Conducía despacio dando pequeños virajes con el volante mientras fumaba un cigarro que sacudía por la ventanilla. Al llegar a mi casa, metió el coche en la entrada y al ver luz dentro de la vivienda se despidió:
—Mañana puedes pasar a recoger el coche. No hace falta que madrugues demasiado -sentenció con dejadez.
—Sí, señor —le contesté.
Levanté la mano y miré a Liam al mismo tiempo que se me escapaba una sonrisa. Él también reía e inclinó su sombrero para despedirse.
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